Por: Diego Londoño.
Es erróneo plantear el impacto
que genera un contenido mediático de forma lineal (si alguien ve un programa
violento como resultado será una persona violenta). La conducta humana no se sintetiza en un planteamiento reduccionista, de causa- efecto, sin considerar los
distintos factores inmersos en la construcción del ser. Lo que alguien recibe
desde los medios es uno de los elementos dentro de ese sistema y bien lo
expuso, en su momento, el psicólogo canadiense Albert Bandura en sus postulados
de aprendizaje y agresión. Gran parte de lo que somos es producto de nuestros
vínculos, nuestras relaciones y nuestras influencias (entre las que,
lógicamente, lo mediático está incluido).
Cuando hablamos de impactos de
un medio o contenido en una sociedad es reduccionista plantearlo, únicamente,
en la experiencia personal. El que a uno no le haya afectado, o no lo haya
hecho en la medida que se plantea, no implica que el impacto de un producto
televisivo sea idéntico en las demás personas. Allí es donde juegan aspectos de
formación de un ser, los componentes individuales, grupales y sociales en los
que se está inmerso (individualmente, los recursos psicológicos protectores que propiciaron que alguien, pese a contar con muchas de esas influencias, no llegara a
seguirlas fielmente. Recursos con los que no contará la totalidad, ni siquiera
la mayoría de la población).
Podemos ubicarnos al margen de
esos seres “violentos” en medio de los cuales crecimos pero eso no representa
que tengamos parámetros para desconocer que ellos son, fueron y,
lamentablemente, serán producto de un contexto que cultiva la violencia desde
sus distintos frentes.
“En un país como Colombia,
donde prácticamente no hay libros de historia, hacer series de televisión sobre
esos episodios les brinda a las nuevas generaciones la única posibilidad de
conocer su pasado…” (Leí, recientemente, en una columna de opinión): en lugar
de verlo como algo benéfico es gravísimo que el único referente para “conocer”
(si a una mirada sesgada de la realidad se le puede denominar de tal forma), sea
una serie de programas que, según su lógica mercantilista, tienen un afán de
rating, de ser observados y transformar esas cifras de personas en dinero. No
una producción con un fin de aclaración histórica o nutrida de componentes formativos
(que, así lo hayamos olvidado, es una de
las funciones sociales de un medio masivo).
¿Incide en la cadena de
violencia la insistencia de las producciones comunicacionales en ese tipo de
contenidos? Más allá, ¿el hecho de elevar a la categoría de héroes a quienes
han manchado sus manos de sangre es un ejercicio óptimo de “memoria colectiva”?
¿Qué tipo de imaginarios se refuerzan a través de ese tipo de producciones? Los
imaginarios sociales no son un conjunto de creencias nacidas propiamente en la
casa; en el hogar, ese sitio de interacción primaria, se ponen en juego muchos
asuntos que provienen de afuera, de las interacciones de los adultos en el
mundo social. ¿Estará ese mundo social influido por lo mediático? Negarlo sería
desconocer gran parte de los parámetros del aprendizaje humano y más con las
condiciones del contexto actual.
Antes de hablar de este tipo
de producciones y su supuesto potencial “pedagógico” al mostrar una historia y
propiciar “no repetirla” (una frase repetida, sin mayor sustento real) es
necesario considerar si el contexto educacional favorece que las personas, y especialmente
de una corta edad, vean ese producto con una mirada crítica o la forma
propuesta por el medio generará reflexiones tan profundas para que, en lugar de
repetirlo y hasta empeorarlo, las próximas generaciones (las actuales, las venideras) se
esfuercen por evitar algo parecido a lo visto.
¿Cómo suponer que los niños,
criados en un contexto violento desde su casa, su barrio y su escuela, asuman
que alguien asesine o secuestre en un programa que observan, como suelen
argumentar los productores y defensores de ese tipo de propuestas, como una invitación
a “no repetir la historia”?
La fórmula de exhibir la
violencia como show no ha logrado (ni ha intentado) diluir los imaginarios
violentos de nuestra cultura, ¿por qué no apostar a otras narrativas, otros
lenguajes, otras formas de contar la historia?
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