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Thursday, December 21, 2006

Pitazo final

Septiembre de 1998

La lluvia impedía que los jugadores del equipo local se movieran con normalidad. La delantera conformada por Blaimir Ambuila y Julio César Ararat había vulnerado en cuatro ocasiones la defensa del Atlético Nacional. El Huila ganaba 4-1 y hacía inminente la salida del técnico “Barrabás” Gómez.

La grama del Estadio Atanasio Girardot sufría el trajín del torneo colombiano, la Copa Merconorte y del agua que bañaba a los futbolistas y aficionados. Tener la ropa mojada era repetir episodios de otros partidos pero aquel ambiente contenía elementos adicionales. Una derrota inesperada y la continua mirada de un hombre que volveríamos a ver más tarde se conjugaban.

Esa noche de septiembre de 1998 traía a mi memoria el enfrentamiento Nacional contra Peñarol de Uruguay, que me había generado una fuerte resfriado, sólo curado con siete inyecciones de Benzetacil. Más de 3 años después de ese 1995 mi sed de libertad recibiría una advertencia.

Héctor Alejandro se había marchado sin avisar cuando Huila anotó su tercer gol. Lo vi mover su mano en señal de decepción e irse sin decir ninguna palabra que lo confirmara. Wílmar y yo lo hicimos luego del cuarto. El único amigo de mi edad era Héctor, compañero del colegio. A mis 15 años era una costumbre asistir al estadio con amigos mayores, lo que me hacía sentir grande.

Nos despedimos de los amigos universitarios de José, quienes igualmente habían observado la victoria huilense. “Es la peor derrota que he visto en el Atanasio”, dije tras quitarme la pañoleta con el escudo de Nacional que había amarrado en mi cabeza. Salimos de aquella tribuna Oriental, de la barra Escándalo Verde, donde íbamos cada que nuestro equipo preferido actuaba en condición de local.

Esta vez no pagamos la entrada pero nos saldría más costosa que los demás días. Quienes habíamos asistido al partido Nacional- Alianza Lima de Perú, por la Copa Merconorte, teníamos el derecho de entrar gratis, presentando la contraseña de la boleta. José miró su costoso reloj y dijo “está temprano, vámonos caminando”. Pese a que eran las 10:30 de una lluviosa noche Wílmar y yo no teníamos intención de sugerir otra alternativa.

Anduvimos por la canalización recordando cada gol en contra. Nuestra conversación no haría retroceder el tiempo pero jugábamos a ser el técnico, cómo actuarían nuestros dirigidos, hasta que alguien detuvo a Wílmar por la espalda. “¡Qué hubo parcero!”, dijo Wílmar, como si se tratara de un amigo suyo. José y yo nos miramos desconcertados pues a quien Wílmar saludaba era al hombre que nos miraba sospechosamente en el estadio.

“¿Ustedes saben quién es Chuky?”, preguntó el desconocido. “Pues soy yo”, dijo con orgullo, tras responderle en forma negativa. La charla con “Chuky” se extendió medio hora, con preguntas increíbles como quiénes habían jugado, luego de haber presenciado el partido.

“Yo no los voy a atracar. Ustedes miraron muy feo a un parcero mío y él me dijo: saque el fierro y los quiebra. Pero a mí me gusta arreglar las cosas hablando. Si ustedes me dan plata para las balas yo no les hago nada. Los parceros están entre estas dos cuadras y si yo alzo las manos ellos vienen y los quiebran”, afirmó señalando una supuesta arma, que nunca enseñó. "Acá tengo lo mío".

“Parcero, saque las manos que yo no sé quién es usted”, me ordenó temiendo que tuviera algún objeto peligroso en mi chaqueta, pero yo sólo tenía frío. Wílmar y José eran más altos y fuertes que yo en aquella época y no entendía su nerviosismo. Yo únicamente poseía lo suficiente para pagar una carrera mínima en taxi y estaba más tranquilo que ellos.

Mientras mis amigos hacían señas ignoradas por quienes pasaban por esa oscura zona cercana al estadio yo buscaba con la mirada la mencionada arma de Chuky. “Miren para allá y váyanse sin voltear”, mandó Chuky tras quitarnos las pertenencias. José perdió su reloj y Wílmar todo el dinero repartido entre sus bolsillos y billetera.

Ya ninguno hablaba de la fiesta de Ararat y Ambuila. Luego de caminar dos cuadras tomamos un taxi que ya tenía pasajero y se trataba de un agente de la policía. Nunca supimos por qué el taxista decidió llevarnos y el policía no se negó. Seguramente percibieron que algo nos había pasado. “Nos atracó sin armas, un hombre contra tres, ¿por qué no le pegamos?”, me recriminaba en el camino hacia la casa.

“Esa banda funciona en este sector”, explicó el insólito compañero de retorno. Chuky nos había devuelto 2000 pesos, luego de que Wílmar le pidiera dinero para el pasaje. Ladrón que devuelve parte de lo robado, policía que no hace nada por castigar un delito, ladrón que nos roba con palabras, tres contra uno, muchas cosas en mi mente para una sola hora.
Llegamos al edificio, donde vivíamos los tres, y pensé no decirle nada a mi madre. Sabía de su cantaleta de ¿cuántas veces te he dicho que no te vengás a pie?, entonces preferí contarle a mi abuela. “Diego, te voy a decir algo que no habíamos querido –afirmó, como si un atraco se diera muy a menudo-: "antier mataron a Piedrahíta". Ahí sí entendí por qué lo de mi suceso no la había impactado.

Ya no hablaba con Juan Carlos Piedrahíta pero parte de mi infancia la había pasado con él. Jugar Family y con bolas de cristal ya no era su pasatiempo y tampoco el mío. Sus nuevos amigos preferían fumar marihuana y él también lo hacía con frecuencia. Aunque en ese momento no lo consideraba mi amigo me parecía absurdo que alguien muriera a los 19 años.

Esa noche la pasé en la cama de mi mamá, sin poder dormir. Me sentí más niño de lo que pensaba. El miedo y el impacto de los acontecimientos vividos ese día me hicieron llorar luego de cuatro años, cuando Andrés Escobar había sido asesinado. Al siguiente día, a nadie le hablé en el colegio del 4-1 de Huila a Nacional. Héctor Alejandro no creía que su rabia por el tercer gol lo había salvado del atraco sin armas.

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