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Monday, September 25, 2006
Monday, September 18, 2006
Autogol a la inocencia
Nacional anotaba y Édgar Perea decía “gol de Colombia”. Esa simple frase marcó el inicio de una confusión infantil: ¿Nacional y la Selección Colombia son el mismo equipo?
El penal de Leonel Álvarez definía el campeón de la Copa Libertadores, Atlético Nacional, y mi enredo crecía ante la frase reiterada de Perea y de los narradores radiales: “¡campeón Colombia!” Ese partido del 31 de mayo de 1989, en lugar de resolver algunas de las inquietudes que abundan en la mente de un niño de cinco años como yo, derribó la aparentemente indestructible barrera entre fantasía y realidad. ¡Qué afortunado fui al no aclarar mis dudas ese día!
El jugador del Olimpia de Paraguay Fidel Miño marcaba en su propio arco. Mi madre y mi abuela gritaban emocionadas “¡autogol!” De inmediato creí ver un carro cruzando la cancha de El Campín, producto de recordar a la serie televisiva El auto fantástico, que veía sin falla por aquella época.
¿Vale el doble un gol hecho por un auto?, me preguntaba al ver que ellas, Wbéimar Muñoz y Édgar Perea lo festejaban con una vehemencia asombrosa. No me satisfizo la explicación de que la felicidad se debía a que en las finales se definen los títulos. Era la primera vez que escuchaba que un automóvil hacía gol y esa debía ser la verdadera razón del escándalo.
SE INTENSIFICA LA DESORIENTACIÓN
Llegaban las Eliminatorias al Mundial de Italia y el caos, almacenado y dormido en mi subconsciente, abandonó su letargo. Las frondosas cabelleras de Higuita y Leonel ocupaban las pantallas de miles de televisores pero ahora en un equipo de uniforme amarillo, azul y rojo al que los comentaristas llamaban Selección Colombia.
“La recupera el volante del Atlético Nacional”, relataba Perea aunque yo no veía al uniforme verde y blanco que se suponía identificaba a ese club. Colombia y Nacional son lo mismo, concluí al ver a Luis Carlos Perea, Andrés Escobar, León Villa, “Chicho” Pérez, “Bendito” Fajardo, Juan Jairo Galeano, “Palomo” Usuriaga... en ambos casos dirigidos por Maturana, únicamente cambiando los colores de su ropa.
¿Para qué cambian de uniforme? Pues para lavarlos, porque cuando uno juega fútbol suda mucho. ¡La originalidad con la que mi imaginación completaba los datos faltantes me sigue causando gracia! Por esa época yo alternaba la camiseta amarilla con la de líneas verdes y blancas, supuestamente por las mismas razones que lo hacían los jugadores.
Un día caminaba por la calle tomado de la mano de mi madre, pateando cada piedra que se ponía en mi camino (queriendo emular el saque de meta de René Higuita contra Danubio, que sirvió de pase- gol al Palomo). Luego de patear el pavimento, una niña tocó mi camiseta amarilla con escudo rojo y me preguntó: “¿usted de quién es hincha?” El dolor despertó y únicamente atiné a gritar: “¡se me hincha el dedo gordo!”
Mi madre, creyendo que estaba burlándome de la niña, me pellizcó y contestó con firmeza: “es hincha de Nacional”. ¿Cómo así que soy hincha de Nacional? ¿Y qué es ser hincha?, decía para mis adentros. Y de los labios de esa niña salió una frase que, en lugar de dejarme tranquilo, introdujo en mi lista de pensamientos cuestiones más profundas: “Yo por el rojo Medallo me hago matar”.
Aparte de entender que el rojo, el verde y el amarillo eran distintos supe que para muchos el portar unos colores los convertía en enemigos de quienes usaban otros, en contraste con la inocencia de la niña que aunque sabía cosas que yo ignoraba estaba más confundida. Ella no se enteró de lo mágico que es ver carros en la cancha ni del sentido de cambiar las camisetas por la necesidad higiénica de lavarlas. Y yo nunca debí dejar de ver carros jugando fútbol, de ponerme una camiseta roja mientras la verde la estaba sucia.
La linda alianza entre lo real y lo fantástico se desmoronó cuando entendí que un autogol no sólo puede significar auto que hace gol. Al ver a Andrés Escobar tendido en la grama del estadio Rose Bowl y levantarse tomando su cabeza en señal de decepción incluí en mi diccionario la acepción jugada que puede significar derrota y eliminación. Al verlo tendido y no poder lamentarse me fue imposible no relacionar autogol con muerte y añadirlo al léxico como hecho involuntario que puede traer consecuencias irreversibles. Por eso quisiera ver el fútbol como cuando tenía cinco años.
Dilo.
El penal de Leonel Álvarez definía el campeón de la Copa Libertadores, Atlético Nacional, y mi enredo crecía ante la frase reiterada de Perea y de los narradores radiales: “¡campeón Colombia!” Ese partido del 31 de mayo de 1989, en lugar de resolver algunas de las inquietudes que abundan en la mente de un niño de cinco años como yo, derribó la aparentemente indestructible barrera entre fantasía y realidad. ¡Qué afortunado fui al no aclarar mis dudas ese día!
El jugador del Olimpia de Paraguay Fidel Miño marcaba en su propio arco. Mi madre y mi abuela gritaban emocionadas “¡autogol!” De inmediato creí ver un carro cruzando la cancha de El Campín, producto de recordar a la serie televisiva El auto fantástico, que veía sin falla por aquella época.
¿Vale el doble un gol hecho por un auto?, me preguntaba al ver que ellas, Wbéimar Muñoz y Édgar Perea lo festejaban con una vehemencia asombrosa. No me satisfizo la explicación de que la felicidad se debía a que en las finales se definen los títulos. Era la primera vez que escuchaba que un automóvil hacía gol y esa debía ser la verdadera razón del escándalo.
SE INTENSIFICA LA DESORIENTACIÓN
Llegaban las Eliminatorias al Mundial de Italia y el caos, almacenado y dormido en mi subconsciente, abandonó su letargo. Las frondosas cabelleras de Higuita y Leonel ocupaban las pantallas de miles de televisores pero ahora en un equipo de uniforme amarillo, azul y rojo al que los comentaristas llamaban Selección Colombia.
“La recupera el volante del Atlético Nacional”, relataba Perea aunque yo no veía al uniforme verde y blanco que se suponía identificaba a ese club. Colombia y Nacional son lo mismo, concluí al ver a Luis Carlos Perea, Andrés Escobar, León Villa, “Chicho” Pérez, “Bendito” Fajardo, Juan Jairo Galeano, “Palomo” Usuriaga... en ambos casos dirigidos por Maturana, únicamente cambiando los colores de su ropa.
¿Para qué cambian de uniforme? Pues para lavarlos, porque cuando uno juega fútbol suda mucho. ¡La originalidad con la que mi imaginación completaba los datos faltantes me sigue causando gracia! Por esa época yo alternaba la camiseta amarilla con la de líneas verdes y blancas, supuestamente por las mismas razones que lo hacían los jugadores.
Un día caminaba por la calle tomado de la mano de mi madre, pateando cada piedra que se ponía en mi camino (queriendo emular el saque de meta de René Higuita contra Danubio, que sirvió de pase- gol al Palomo). Luego de patear el pavimento, una niña tocó mi camiseta amarilla con escudo rojo y me preguntó: “¿usted de quién es hincha?” El dolor despertó y únicamente atiné a gritar: “¡se me hincha el dedo gordo!”
Mi madre, creyendo que estaba burlándome de la niña, me pellizcó y contestó con firmeza: “es hincha de Nacional”. ¿Cómo así que soy hincha de Nacional? ¿Y qué es ser hincha?, decía para mis adentros. Y de los labios de esa niña salió una frase que, en lugar de dejarme tranquilo, introdujo en mi lista de pensamientos cuestiones más profundas: “Yo por el rojo Medallo me hago matar”.
Aparte de entender que el rojo, el verde y el amarillo eran distintos supe que para muchos el portar unos colores los convertía en enemigos de quienes usaban otros, en contraste con la inocencia de la niña que aunque sabía cosas que yo ignoraba estaba más confundida. Ella no se enteró de lo mágico que es ver carros en la cancha ni del sentido de cambiar las camisetas por la necesidad higiénica de lavarlas. Y yo nunca debí dejar de ver carros jugando fútbol, de ponerme una camiseta roja mientras la verde la estaba sucia.
La linda alianza entre lo real y lo fantástico se desmoronó cuando entendí que un autogol no sólo puede significar auto que hace gol. Al ver a Andrés Escobar tendido en la grama del estadio Rose Bowl y levantarse tomando su cabeza en señal de decepción incluí en mi diccionario la acepción jugada que puede significar derrota y eliminación. Al verlo tendido y no poder lamentarse me fue imposible no relacionar autogol con muerte y añadirlo al léxico como hecho involuntario que puede traer consecuencias irreversibles. Por eso quisiera ver el fútbol como cuando tenía cinco años.
Dilo.
Así veía el fútbol mi abuela
El televisor de perilla blanco y negro cambiaba de canal cuando un partido iba a iniciar. “A mí no me gusta el fútbol”, aseguraba antes de que yo me fuera a la otra habitación a disfrutar del encuentro deportivo. La emoción del gol la contagiaba y era casi inevitable que el canal diera la vuelta para quedarse hasta el pitazo final.
El aparato fue sustituido en otras dos oportunidades desde los años 80 pero nunca su actitud. Desde las Eliminatorias y el Mundial de Italia 90, pasando por los mundiales de Estados Unidos, Francia y Corea y Japón vi de cerca cómo su aparente apatía por los pases, las jugadas individuales y las goleadas inesperadas era para evitar que yo la sometiera al fusilamiento de datos, como fechas de partidos y nombres de jugadores.
Admiraba la sonrisa de Ronaldinho Gaúcho cuando erraba un gol, la capacidad de hacer goles bonitos de Aristizábal (o Víctor, como le dijo una vez para que yo le dijera ¡eh, qué confiancita!) y la sencillez de Iván Ramiro Córdoba. Lloró con la muerte de Andrés Escobar, rió con las victorias de Nacional y Once Caldas en la Copa Libertadores y se identificó con la situación de Luis Fernando Montoya.
“Uno no poderse mover, si es lo peor que le puede pasar”, se quejaba, cuando el dolor del cáncer invasivo atacaba con dureza su rodilla derecha. El último partido que observó fue el que coronó campeón al Atlético Nacional, enfrentando a Santa Fe.
Postrada en la cama de mi casa, el lugar que la mantuvo casi inmóvil durante los últimos meses de su enfermedad observaba a su amor platónico Fernando Niembro (periodista de Fox Sports), a quien soñé llevar a visitarla y con quien me tomé una foto que no salió en el rollo revelado en aquel 2002.
Cada Mundial, mientras yo iba al colegio o universidad, tomaba una lista con los caramelos que me faltaban para llenar los álbumes y se iba a comprar. Cuando yo llegaba me decía ¿ya revisó el álbum? Y yo entendía que el camino para llenarlo se había acortado.
Se alegraba con cada artículo mío que veía publicado, con cada intervención radial que escuchaba, con cada contacto con las estrellas del balompié que yo le narraba. Quería verme profesional y, justo cuando terminé materias en la universidad, empezó a decaer y a agonizar.
Siempre estuvo pendiente de su Selección Colombia, aunque me dijera que le fastidiaba ver fútbol. Cuando me ausentaba era ella quien me contaba quién había ganado y con la lista de anotadores a mi disposición, sin que yo se lo hubiera pedido. Yo sabía que su control remoto ubicaría el canal del partido del día, mientras yo estuviera por fuera. Y sé que continúa enterándose de los marcadores, aunque su corazón haya dejado de latir del 1 de julio de 2005.
DILO
El aparato fue sustituido en otras dos oportunidades desde los años 80 pero nunca su actitud. Desde las Eliminatorias y el Mundial de Italia 90, pasando por los mundiales de Estados Unidos, Francia y Corea y Japón vi de cerca cómo su aparente apatía por los pases, las jugadas individuales y las goleadas inesperadas era para evitar que yo la sometiera al fusilamiento de datos, como fechas de partidos y nombres de jugadores.
Admiraba la sonrisa de Ronaldinho Gaúcho cuando erraba un gol, la capacidad de hacer goles bonitos de Aristizábal (o Víctor, como le dijo una vez para que yo le dijera ¡eh, qué confiancita!) y la sencillez de Iván Ramiro Córdoba. Lloró con la muerte de Andrés Escobar, rió con las victorias de Nacional y Once Caldas en la Copa Libertadores y se identificó con la situación de Luis Fernando Montoya.
“Uno no poderse mover, si es lo peor que le puede pasar”, se quejaba, cuando el dolor del cáncer invasivo atacaba con dureza su rodilla derecha. El último partido que observó fue el que coronó campeón al Atlético Nacional, enfrentando a Santa Fe.
Postrada en la cama de mi casa, el lugar que la mantuvo casi inmóvil durante los últimos meses de su enfermedad observaba a su amor platónico Fernando Niembro (periodista de Fox Sports), a quien soñé llevar a visitarla y con quien me tomé una foto que no salió en el rollo revelado en aquel 2002.
Cada Mundial, mientras yo iba al colegio o universidad, tomaba una lista con los caramelos que me faltaban para llenar los álbumes y se iba a comprar. Cuando yo llegaba me decía ¿ya revisó el álbum? Y yo entendía que el camino para llenarlo se había acortado.
Se alegraba con cada artículo mío que veía publicado, con cada intervención radial que escuchaba, con cada contacto con las estrellas del balompié que yo le narraba. Quería verme profesional y, justo cuando terminé materias en la universidad, empezó a decaer y a agonizar.
Siempre estuvo pendiente de su Selección Colombia, aunque me dijera que le fastidiaba ver fútbol. Cuando me ausentaba era ella quien me contaba quién había ganado y con la lista de anotadores a mi disposición, sin que yo se lo hubiera pedido. Yo sabía que su control remoto ubicaría el canal del partido del día, mientras yo estuviera por fuera. Y sé que continúa enterándose de los marcadores, aunque su corazón haya dejado de latir del 1 de julio de 2005.
DILO
Saturday, September 16, 2006
Bladimir Fernández Lopera
El campeón también recibe golpes
Una hepatitis lo alejó dos años de las competencias. Una tuberculosis lo mantuvo otros dos años prácticamente sin actividades físicas, con un estricto tratamiento de año y medio con inyecciones y pastillas. Jugando fútbol recreativo se lesionó y, posteriormente, fue operado de un menisco de su rodilla derecha: tres años en los que debió asistir a los torneos sólo como entrenador y juez.
Más parece el sumario clínico de varios pacientes que la enumeración de tres enfermedades padecidas por el campeón mundial de artes marciales. 14 inconvenientes físicos, contabilizados uno a uno, tiene en su exitosa vida deportiva Bladimir Fernández Lopera. “Así como mi cuerpo se ha enfermado también se ha recuperado”, afirma el padre de Sara, una estudiante de octavo grado en el Colegio Riquelme, cinturón rojo en taekwondo y hapkido y practicante de kickboxing.
Bladimir Fernández, al obtener un dinero por sus buenos resultados en los comienzos de una carrera ascendente, compró una moto para transportarse. Luego de entregarla a los hombres que pretendían robársela, Fernández recibió varios disparos. El más perjudicial de ellos: uno en el brazo derecho que requirió intervención quirúrgica y 8 meses de recuperación.
Su filosofía, extractada de las artes marciales, la superación a sí mismo y el rechazo a la venganza y el odio hacia el otro, ha levantado a Bladimir de las múltiples caídas, ninguna más poderosa que su fuerza interior. En diciembre del año pasado obtenía el título de campeón mundial de artes marciales, certamen en el que superó a judokas, karatecas, entre otros, todos bajo un reglamento unificado.
Ese mismo mes, marcado por la intención de retirarse definitivamente a nivel competitivo, falleció la motivadora de Bladimir: su madre. Sin sufrimiento, de un infarto fulminante, y luego de ver a su hijo coronarse en Argentina, dejó de existir la fanática de Bruce Lee, afición que contagió a Bladimir Fernández Lopera.
Ese espíritu combativo lo llevó a levantarse de la más fuerte caída de su vida y revalidar, en Brasil, su condición de campéon: un ganador no es quien no cae sino quien sabe levantarse.
CS. DILO
Una hepatitis lo alejó dos años de las competencias. Una tuberculosis lo mantuvo otros dos años prácticamente sin actividades físicas, con un estricto tratamiento de año y medio con inyecciones y pastillas. Jugando fútbol recreativo se lesionó y, posteriormente, fue operado de un menisco de su rodilla derecha: tres años en los que debió asistir a los torneos sólo como entrenador y juez.
Más parece el sumario clínico de varios pacientes que la enumeración de tres enfermedades padecidas por el campeón mundial de artes marciales. 14 inconvenientes físicos, contabilizados uno a uno, tiene en su exitosa vida deportiva Bladimir Fernández Lopera. “Así como mi cuerpo se ha enfermado también se ha recuperado”, afirma el padre de Sara, una estudiante de octavo grado en el Colegio Riquelme, cinturón rojo en taekwondo y hapkido y practicante de kickboxing.
Bladimir Fernández, al obtener un dinero por sus buenos resultados en los comienzos de una carrera ascendente, compró una moto para transportarse. Luego de entregarla a los hombres que pretendían robársela, Fernández recibió varios disparos. El más perjudicial de ellos: uno en el brazo derecho que requirió intervención quirúrgica y 8 meses de recuperación.
Su filosofía, extractada de las artes marciales, la superación a sí mismo y el rechazo a la venganza y el odio hacia el otro, ha levantado a Bladimir de las múltiples caídas, ninguna más poderosa que su fuerza interior. En diciembre del año pasado obtenía el título de campeón mundial de artes marciales, certamen en el que superó a judokas, karatecas, entre otros, todos bajo un reglamento unificado.
Ese mismo mes, marcado por la intención de retirarse definitivamente a nivel competitivo, falleció la motivadora de Bladimir: su madre. Sin sufrimiento, de un infarto fulminante, y luego de ver a su hijo coronarse en Argentina, dejó de existir la fanática de Bruce Lee, afición que contagió a Bladimir Fernández Lopera.
Ese espíritu combativo lo llevó a levantarse de la más fuerte caída de su vida y revalidar, en Brasil, su condición de campéon: un ganador no es quien no cae sino quien sabe levantarse.
CS. DILO
Friday, September 15, 2006
SEBASTIÁN MARÍN
Por: Diego Londoño Galeano
El ingeniero Jairo Gómez no sabía que jugaba la última partida de su vida. El reloj agotaba los últimos segundos de tiempo disponible, luego de 3 horas de lucha sin palabras. Sebastián Marín agachaba su rey y le daba la mano al Ingeniero, símbolos usados en el ajedrez para reconocer una derrota. Jairo Gómez, luego de ganar, estrechaba su mano derecha con la de Marín, dejaba caer el vaso que tenía en su izquierda, se desplomaba y moría de un infarto.
Varios jugadores del Club Karpov intentaron auxiliarlo pero en el camino a la clínica notaron que Gómez estaba sin vida. Ese instante quedó grabado en la mente del jugador antioqueño Sebastián Marín. Un lustro después de ocurrida, esa escena hace parte de los recuerdos curiosos de su carrera, como cuando, con 10 años, vencía a rivales de 30 ó 40 y los sacaba de casillas: uno de ellos, de apellido Aristizábal, llegó a exteriorizar su rabia y malestar tumbando todas las piezas del tablero en las dos ocasiones en que lo enfrentó y perdió.
Marín, haciendo gala de la caballerosidad que lo caracteriza en el ajedrez, aceptaba con serenidad esas muestras de impotencia de sus contrincantes luego de vencerlos. Él mismo ha sufrido derrotas dolorosas en momentos cumbres que lo han hecho llorar y no en sentido figurado: en 2003, y con 17 años, estaba a un paso de ser el campeón nacional Sub-20 (sólo debía ganar una de las dos últimas partidas: perdió una, empató la otra); a los 18 era el virtual rey de la categoría Sub-20 pero, luego de igualar en el primer lugar, cayó en el desempate; en 2005 era el favorito pero perdió ante Ronald Villa, a la postre campeón del torneo.
También el año pasado iba como líder del Panamericano Sub-20 en Cali, Colombia. Su rival, compatriota y amigo era David Arenas, quien lo venció en la quinta ronda y se convirtió, con 13 años de edad, en el Maestro Internacional más joven en la historia del ajedrez colombiano. Estas derrotas impulsan a Sebastián Marín en lugar de desanimarlo. Ya se ha comprobado a sí mismo el talento que poseee, derrotando a rivales de la categoría de Jaime Cuartas, Sergio Barrientos y Johan Echavarría.
Javier Marín, un filósofo que además de padre es el motivador de Sebastián, le repite el poema Itaca, de Constantino: “…Si vas a emprender el viaje hacia Itaca, pide que tu camino sea largo, rico en experiencias, en conocimiento… Llegar allí es tu meta, mas no apresures el viaje, mejor que se extienda largos años y en tu vejez arribes a la isla con cuanto hayas ganado en el camino, sin esperar que Itaca te enriquezca”.
A pocos días de cumplir 21 años, Sebastián Marín ha llegado con paso firma al ajedrez español, logrando su primera norma de Maestro Internacional en el Magistral de Zaragoza. Aunque su padre cree que todavía vienen mejores cosas para “Sebas” o “Tatán”: “Yo le digo a Sebastián que puede fracasar 100 veces, pero a la 101 va a triunfar. Todas las horas de esfuerzo, de empeño, todo lo que él haga por salir adelante se va a ver reflejado, tarde o temprano. Y él le pone mucho empeño a lo que hace”.
DILO
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