Si las leyes pueden ser (y, de
hecho, en muchas ocasiones son) herramientas usadas para propiciar, sostener o
hasta perpetuar la dominación de unas clases sociales (a nivel de capital económico,
educativo, cultural, de recursos naturales o cualquier otro aspecto), un
proceso que busque contribuir socialmente, desprovisto de intereses
maquiavélicos y con compromiso ético-político de liberar, cuestionar las ideas
y estructuras hegemónicas que favorecen la posesión oligárquica del poder, no
debería propender por la aceptación irreflexiva de ellas. Por el contrario, si
lo que se pretende es generar una cultura política activa, una superación de la
pasividad con la que se sostienen las desigualdades e injusticias, es al
cuestionamiento de lo establecido, incluyendo las leyes, a lo que se debe
apuntar.
Esta reflexión pretende,
sencillamente, invitar a mirar críticamente cada asunto que se convierte en
ley, con el cuidado de no caer en el consentimiento y hasta en la defensa
dogmática de todo tipo de atropello justificado en lo aceptado como legítimo.
Muchas prácticas nefastas se amparan en la legalidad para pasar de agache,
mientras se tilda de pícaros a muchos que ejercen iguales o semejantes
ejercicios, pero sin la venia normativa: ¿qué me dirían de las multinacionales
que, “legalmente”, llegan a territorios a explotar sus recursos y a incrementar
la miseria, mientras, muchas veces como una de sus pocas alternativas de
sobrevivencia, los habitantes de esa zona o región son calificados de villanos por
ejercer, “ilegalmente”, prácticas como la minería?
Muchas atrocidades en la historia
de la humanidad estuvieron sustentadas por un marco de legalidad, un conjunto
de determinaciones que avalaban, por ejemplo, la segregación, la exclusión, el
despilfarro o deterioro de los recursos naturales. De allí que el llamado a la
cultura legalidad, si bien podría corresponder a un interés diáfano, no debe
ser incorporado como elemento principal de orientación.