Estaban las ideas en el aire, esperando a ser usadas. Una quería existir y yo se lo permití. En ese silencioso estado, con evidente ausencia de inspiración, esa idea, carente de profundidad y brillantez, sobrevivió al letargo creativo que caracterizó esos meses de mi vida.
Esa idea, vacía y atrevida, irrumpió con tal fortaleza que las demás prefirieron ocultarse hasta desvanecerse en leves intenciones fallidas. Lo reconozco: me dejé impactar ante la vehemencia de la pequeñez con ínfulas de grandeza. Debí escuchar más allá del silencio cortado por una intrépida y absurda ocurrencia.
Por eso, y sólo por eso, soy yo el responsable absoluto de semejante tontería. No culpen a la idea: ella actuó conforme a su naturaleza y en mí encontró a su más irreflexivo intérprete.
Dilo.